El último desafío

Arnold Schwarzenegger. Conan. Terminator. La figura que estampará las camisetas de la próxima temporada de H&M y que llevarán jóvenes para los que sea un ídolo de segundas. Un ídolo transferido, la herencia del gusto de sus hermanos mayores. Debes apearte en la estación de la nostalgia, y está abarrotada.

La narración canónica es un arma de doble filo. Por un lado, sabemos que funciona, pero por el otro, puede acabar cansando al espectador. De la habilidad para lo autoparódico de Schwarzenegger (actor de presencia) ya sabíamos, por títulos como Los gemelos golpean dos veces, El último gran héroe o, sin ir más lejos, por su última aparición en Los Mercenarios 2. Este emblema de lo testosterónico y de los one-liners memorables vuelve a sus 65 años en una película hecha a medida tras una década sin protagonizar ninguna. Sin embargo, en lugar de intentar crear algo dionisíaco y lobotomizado, consciente de las propias limitaciones del cine de acción a día de hoy, se busca la ortodoxia original de un estilo agotado, como si Arnold quisiera volver a una seriedad imposible. Por esta razón, si El último desafío tiene un protagonista (icono, santo) incapaz de desplegar la potencia deseable para un personaje de estas características, debía traernos como poco, un cóctel de referencias y honestidad. Jee-woon Kim (El bueno, el malo y el raro, Doomsday Book), crea un colchón amable que evita el batacazo de todas las buenas intenciones que contextualizan la creación de este título.

Un intento purista de crear título de acción/western anabolizante y ochentero, como salido de un molde, que intenta evitar en demasía la incoherencia y que resulta un fiasco de lógica ambigua en dos partes: primero aguantar un argumento tedioso durante la primera parte del filme, con unos personajes de una unidimensional hiriente (y la siempre irritante banda sonora), para después no redimirse en unos 15 minutos finales de acción bien ejecutada y algún chiste fácil como ese “traigan el arma grande”, refiriéndose a un bazooka, que espeta un Johnny Knoxville asfixiado desde su horna de payaso. El último desafío será el título donde unos verán entretenimiento palomitero, y los demás hastío. Donde anquilosamiento se puede confundir fácilmente con solemnidad, y donde la luz del tótem que vuelve brilla con demasiada potencia, intentando incapacitar a su público para ver el bodrio caduco que realmente es.